1 de marzo de 2009

J e N e S a i s P a s P e r d r e


Me siento enfrente suyo, lo miro fijo.
Él me esquiva acomodando alfiles y torres sobre el tablero.
Debajo de la mesa, mis rodillas tiemblan.
Se lo pregunto de nuevo y responde que nada. Pero me niego a creer que el odio que siente por mí no tiene un motivo. Aunque lo niegue, aunque mienta, por más que jure, sé que me odia. Lo presiento.
Avanza un peón que hace correr el tiempo en mi contra. Las piezas esperan alineadas, todas negras, y yo que no puedo dejar de pensar en mi pregunta. Y la hago otra vez; la digo con firmeza, con voz amenazante, aunque más amenazantes parecen mis puños que se cerraron de pronto sin darme cuenta.
Dice que mueva, que deje de preguntar. Me desafía a que juegue, que para eso hemos venido.
Salta mi caballo sobre la línea de defensa y lo observo. Me muerdo la boca, me laten las sienes, es que adivino en sus ojos esa burla escondida. La satisfacción estúpida que le provoca guardar su secreto. Un brillo distinto, azulado, que estalla justo en medio de cada pupila. Sé que se está riendo por dentro.
No me contengo más. Le grito, le exijo, demando una respuesta sincera. Barro con un manotazo las piezas del tablero, las mías y las suyas, todas caen de la mesa desparramándose por el piso.
No se lo ve asombrado, no se ha movido de la silla siquiera.
Me enfurece más todavía, porque yo misma no puedo creer lo que estoy haciendo, y él pareció adivinarlo. Respiro hondo y cuando pienso que voy a serenarme, me encuentro hundiéndole la cara con un solo golpe de mano llena.
Me congelo, no quiero ni mirarlo, doy media vuelta y desaparezco tras la puerta, rumbo a la calle. Escalera abajo escucho una risa que viene mezclada entre palabras. Es él, que confiesa; que dice que me odia porque no sé perder.

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